Mi novio me vendió por un Mercedes

Inna tardó 10 días de viaje y dos horas en el sótano de un chalé de lujo de Madrid en darse cuenta de que había salido de su país, Bielorrusia, para formar parte de una red de explotación sexual. Su novio le había propuesto entrar en España como turista y trabajar de asistenta para la familia con la que él pasaba los veranos aprendiendo español. El sueldo multiplicaba por siete lo que ganaba en Bielorrusia, pero ella le bombardeó a preguntas antes de partir -"¿Cómo pago el billete?", "¿Son amables?", ¿Necesito un visado?"- no porque desconfiara, sino porque nunca había salido de su país. "Él tenía una respuesta convincente, preparada -"Yo te lo pago". "Mucho". "Yo me encargo del papeleo"- para todas". Ni siquiera cuando la llevó al chalé y le vio marcharse con un sobre que le había dado el dueño de la casa, Inna imaginó lo que estaba pasando. "Pensé que había salido a comprar algo, pero nunca volvió. Después supe que con lo que le dieron por mí, se había comprado un Mercedes. Me lo dijo la chica que llevó al chalé dos semanas más tarde".

Dos horas después de ver por última vez a su novio apareció en su vida una mujer ucraniana -desde entonces, su sombra- que le explicó: "Ése no va a volver, ha cobrado y se ha ido. Si te portas bien, no te pasará nada. Si los clientes se van contentos, el jefe está contento. Tú te llevas 30 euros a la hora". Más tarde descubrió que el cliente pagaba 300 euros y que el jefe se llevaba 270. Que aquello era prostitución de lujo -"enseguida me llevaron a tiendas de marca a comprarme ropa muy cara, que me descontaron del sueldo"-, que tenían su pasaporte y sabían el domicilio de sus padres en Bielorrusia, que estaba atrapada. "Pensé en escaparme desde el primer día, pero sin documentación, sin dinero y sin hablar el idioma no iba a llegar a ningún sitio. Cuando ahorré y supe un poco de español, me sentí más segura y escapé". Habían pasado cuatro largos meses. Tenía 21 años.

Inna, ahora con 25, recuerda en un perfecto español el inicio de su pesadilla. Lo aprendió poco a poco, con los clientes a los que pidió repetidamente ayuda: "Les contaba lo que me había pasado y me decían, 'pobrecita', 'pobrecita', pero siempre volvían. Eso sí, me dejaban propina. Aunque les dijera que no quería más dinero, sino ayuda, no lo entendían".

Para cuando consiguió escapar, ya estaba enganchada a la cocaína. "Eso fue lo peor. Había un cliente que pagaba más si te metías con él y nos obligaban. Al final me enganché". Lo dejó el día que conoció a su actual novio, un madrileño que la animó también a deshacerse del antiguo móvil, al que su antiguo jefe seguía llamando con amenazas. Estrenó vida, se escondió en una casa de acogida de Proyecto Esperanza y acudió a la policía.

"El día que puse la denuncia empecé a escribir una larga carta a mis padres. Necesitaba que supieran lo que me había pasado, que me perdonaran. Yo les mentía siempre que hablábamos pero luego me enteré de que un amigo les contó un día que estaba en España. Tardé mucho en escribir aquella carta, pero la envié por correo urgente. Llegó justo en Nochevieja, el día que en mi casa, por tradición, todos nos pedíamos perdón para empezar el año. Estuvimos horas llorando por teléfono. Mi madre me dijo que desde que mi amigo le había dicho que estaba en España, aunque yo lo negara cientos de veces, ella siempre miraba el tiempo que hacía en Madrid".

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